La coexistencia de la tipografía y la arquitectura en espacios compartidos pone de manifiesto que ambas disciplinas guardan, en algunos aspectos, una estrecha relación. Tanto en la tipografía como en la arquitectura se manifiesta una particular tensión entre forma y función.
En la naturaleza de ambas existe la necesidad primaria de responder a funcionalidades muy concretas, pero también poseen un potencial evocador que va mucho más allá de lo puramente utilitario. Expresión y utilitarismo son dos variables que no se pueden disociar, es más, es precisamente de la perfecta adaptación a un fin concreto de donde mana la belleza.
En esencia, y cada una de modo particular, arquitectura y tipografía son dos maneras complementarias de ordenar el espacio. Una lo hace en tres dimensiones, la otra, generalmente, sobre el plano.
Y en las dos, el dibujo desempeña un papel crucial.
Cada carácter tipográfico, una pieza arquitectónica en sí misma.
Al igual que un plano arquitectónico define proporciones, alturas y relaciones entre los elementos, una tipografía se construye atendiendo a ejes, alineaciones, contrastes y ritmos.
De hecho, no es casual que unos renglones más arriba hayamos empleado el verbo «construir» para referirnos a la elaboración de una tipografía.
Construir implica elevar algo desde su base, y hacerlo con lógica y con rigor, con sentido estructural. Es lo que diferencia una tipografía bien diseñada de una mera ocurrencia formal. Porque no olvidemos que las letras no se diseñan como objetos autónomos, sino en función de todo el conjunto.

La historia del diseño ha dado numerosos ejemplos de esta conexión conceptual. No es por tanto extraño que algunos arquitectos se hayan aventurado a diseñar tipografías como extensión lógica de su pensamiento proyectual. El emblemático arquitecto norteamericano Frank Lloyd Wright, diseñó sus propios sistemas tipográficos, más cercanos al concepto del lettering o al de las tipografías display, para acompañar sus planos y dibujos.
Otro ejemplo significativo es el arquitecto suizo Le Corbusier, quién desarrolló en 1946 Modulor, un sistema de medida basado en las proporciones ideales del cuerpo humano establecidas por Leonardo Da Vinci en El Hombre de Vitruvio y en la proporción áurea que le permitía alcanzar un estándar universal para el diseño modular y unas composiciones arquitectónicas armónicas, adaptables y proporcionales. Por lo tanto, este sistema de medida universal es aplicable al diseño tipográfico y por extensión a la disposición de los textos, al uso de las retículas y al modo en que la información se estructura en la página.
Tipografía y arquitectura en las vanguardias del siglo XX
Si hay un momento histórico en el que esta relación se hace especialmente significativa es en la época de las vanguardias del siglo XX.
Especialmente en la Bauhaus, arquitectura, diseño gráfico y tipografía formaban parte de un mismo ecosistema visual y conceptual. Herbert Bayer, uno de sus principales exponentes, diseñó en 1925 Universal, una tipografía sin mayúsculas que proponía una economía de formas alineada con los principios funcionalistas de la escuela.
Universal se concibe como estructura construida a partir de elementos geométricos esenciales, es decir, se acerca a la idea de la arquitectura propugnada por el movimiento en su misma concepción puramente racionalista. En este sentido, la idea de prescindir de las mayúsculas respondía a una visión igualitaria y funcional.

Algo similar ocurre en el constructivismo ruso. Diseñadores como El Lissitzky o Aleksandr Rodchenko entendieron la tipografía como una herramienta constructiva, casi arquitectónica. En sus composiciones, la letra se erige como objeto visual autónomo, es decir, en forma pura que se dispone en el espacio con el mismo rigor estructural que un edificio.
Esta visión en la que forma y función se tensionan al máximo encontró eco en movimientos posteriores como el diseño suizo. El concepto de arquitectura del texto se volvió protagonista. En el influyente estilo tipográfico suizo, la retícula se convirtió en una herramienta científica con la finalidad de organizar la información visual con claridad meridiana.
La Helvetica, probablemente una de las tipografías más icónicas del siglo XX, nació en ese contexto. Su éxito —su belleza— no radica en su neutralidad, como tantas veces se ha dicho, sino en la concepción holística de su precisión arquitectónica: cada línea tiene sentido en función de la totalidad del conjunto y de ahí su asombrosa armonía y la imposibilidad de discernir dónde se encuentra la frontera entre forma y función.
La relación entre arquitectura y tipografía va mucho más allá de una mera coincidencia formal. Se trata de una afinidad profunda basada en principios compartidos: la proporción, la estructura, la fructífera tensión entre lo funcional y lo formal, entre lo técnico y la expresividad. La letra es, al mismo tiempo, refugio y signo; como el edificio. Y como este, ordena el espacio y provoca emoción.
Caso de estudio: Salto
Un ejemplo contemporáneo de la relación entre arquitectura y tipografía es la nueva identidad visual que hemos diseñado para el estudio de arquitectura Salto que se articula en torno a una estructura tipográfica dual. Las familias Salto Sans y Salto Serif son una representación tipográfica del pensamiento y filosofía del estudio.


La primera, geométrica y sin contraste, transmite racionalidad, estructura y atemporalidad. La segunda, emocional y humanista, añade una capa de expresividad que refleja su sensibilidad creativa. Ambas conviven como lo hacen la estrategia y la intuición en la práctica arquitectónica.
La «S» mayúscula, concebida como un emblema visual, sintetiza esta idea. Más allá de su función lingüística, actúa como un signo identitario que vertebra la narrativa visual del estudio y refuerza su singularidad.

En este caso, la tipografía, como la arquitectura, se convierte en el propio lenguaje del proyecto. La letra es la manifestación formal de una manera de pensar el espacio, de relacionarse con los materiales y de habitar el mundo visual. La concepción de la arquitectura de Salto construye una forma de mirar, y el sistema tipográfico que hemos diseñado lo hace visible.
El planteamiento de esta identidad parte de una idea central: la coexistencia de dos dimensiones aparentemente opuestas pero complementarias. Por un lado, la estrategia, la planificación, la lógica del diseño; por otro, la intuición, la creatividad, la emoción del gesto. Esta dualidad, presente en las personalidades de los fundadores del estudio, se traduce visualmente en un sistema tipográfico que permite jugar con contrastes formales sin perder coherencia. Salto Sans es sólida, racional, estructurada. Salto Serif introduce matices, textura, calidez. Ambas comparten una misma base de diseño, lo que permite su convivencia fluida en distintos soportes.

Esta versatilidad ha sido una de las claves del éxito de la identidad: desde papelería hasta presentaciones digitales, desde cartelería hasta señalética, el sistema funciona como una arquitectura visual que sostiene y expresa la filosofía del estudio. Además, el desarrollo tipográfico ha incorporado detalles específicos —como flechas, numerales y símbolos— que refuerzan la personalidad de la marca y permiten una aplicación rica y matizada. Cada elemento ha sido diseñado con la misma atención al detalle que se pondría en un plano de ejecución.
En definitiva, el caso de Salto ejemplifica cómo la tipografía se erige por derecho como una herramienta de síntesis conceptual.
Ana Moliz
Directora de arte. Buenaventura.